MIÉRCOLES, 22 DE FEBRERO DE 2012

PARATIEMPOS
La dificultad de ser cáscara  
DAVID FOSTER WALLACE Y MARIO LEVRERO, LOS CRUCEROS DE LUJO Y LA TERAPIA CALIGRÁFICA.

"Tengo treinta y tres años y la impresión de que ha pasado mucho tiempo y que cada vez pasa más deprisa. Cada día tengo que llevar a cabo más elecciones acerca de qué es bueno, importante o divertido, y luego tengo que vivir con la pérdida de todas las demás opciones que esas elecciones descartan. Y empiezo a entender cómo, a medida que el tiempo se acelera, mis opciones disminuyen y las descartadas se multiplican exponencialmente hasta que ...
... llego a un punto en la enorme complejidad de ramificaciones de la vida en que me veo finalmente encerrado y atrapado en un camino y el tiempo me empuja a toda velocidad por fases de pasividad, atrofia y decadencia hasta que me hundo por tercera vez, sin que la lucha haya servido de nada, ahogado por el tiempo. Es terrorífico. Pero como son mis propias elecciones las que me encierran, me parece inevitable: si quiero ser adulto, tengo que elegir, lamentar los descartes e intentar vivir con ello."
(David Foster Wallace, en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Mondadori, 2001, trad. Javier Calvo)
“Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de “salida” es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que hoy somos.”
(Mario Levrero, en El discurso vacío, Caballo de Troya, Madrid, 2007)



          David Foster Wallace escribió Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una crónica de un viaje en crucero por el Caribe, en 1995. Mario Levrero, escribió El discurso vacío, la crónica de una crisis personal y de la terapia caligráfica con la que el escritor pretendió curarse, en 1996. ¿Son universales las inquietudes plasmadas en estos textos? ¿Se siente todo el mundo concernido, afectado, -en alguna medida- identificado con el malestar (ahogo, encierro, angustia, etc.) que transmiten? ¿O hay que ser varón, neurótico, tener 33 años y haberse criado en la última mitad del siglo XX, lejos de las guerras, en la parte no-pobre de la sociedad, en la época de mayor multiplicación de las opciones, las alternativas, el ocio, los proyectos, en pleno apogeo y extensión del valor de la libertad individual, del mito de la autoconstrucción?

          En el texto de Foster Wallace, la subjetividad parece necesariamente contemporánea: ¿en qué otra época uno se daba cuenta que era ya adulto recién a los 33 años? También el uso de la palabra “divertido” delata la era del ocio multiplicado, una época en la que decidir “qué es más divertido” se ha vuelto una cuestión acuciante. La libertad por la que se decide qué es bueno igualada en una simple yuxtaposición a la libertad por la que se decide qué es “divertido”. Ese es el tema de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Un barco gigantesco, de esos con varias cubiertas, varias piscinas, bares, gimnasios, restaurantes, discotecas, fiestas temáticas, cientos de empleados atentos a evitar cualquier tipo de esfuerzo del viajero, etc, etc. La industria del entretenimiento en uno de sus extremos: la idea de ocio total, relajación pura, diversión absoluta; la atractiva y horrorosa idea de que en el crucero uno no va a tener que ocuparse “ni siquiera” de divertirse, de encontrar el modo de divertirse, porque otros lo encontrarán por uno.

           Al igual que en tantos otros “ensayos” posteriores Foster Wallace se revela como un gran cronista, un observador ácido y retorcido: describe con sorna y precisión las vestimentas, las costumbres, los tics, las pretensiones de los pasajeros y de la tripulación del crucero; realiza una pequeña antropología pop de los viajes guiados, del borrego perezoso y hedonista que habita en todos nosotros. Pero es sobre todo tremendamente agudo en la observación de su propio comportamiento a lo largo del viaje, se auto-parodia y no se ahorra pensamientos oscuros y profundos alrededor del tema central: la aspiración a la diversión/relajación total como representación o máscara de la nada misma. Del deseo de nada.

          En el caso de El discurso vacío de Levrero, el “crucero” hacia la nada no es el ocio absoluto sino una extraña terapia y el diario de una crisis. Un escritor que se gana la vida entre otras cosas como creador de crucigramas para revistas especializadas, intenta recuperarse de una depresión o de alguna clase de crisis espiritual que lo tiene paralizado, realizando una “autoterapia caligráfica”: cada día debe escribir un texto corto, cualquier cosa, con tal que la atención esté puesta no en el contenido del texto, sino en la claridad de la letra, en la apariencia de la caligrafía. La hipótesis de fondo sería que la creciente claridad, la serenidad en aumento de la letra implicará, supondrá, una claridad o serenidad en aumento en el alma del escribiente. Pero como trabajo de escritura para un escritor, se trata de “una operación casi opuesta a la literatura” puesto que el escribiente pretende poner la atención en lo que dibuja y no en lo que trata de decir. Pero el ejercicio no es tan fácil, o, por lo menos, tiene efectos colaterales: a pesar de empezar a escribir sobre lo más banal (casi siempre la administración, la gestión de las actividades de cada día) como excusa para practicar caligrafía, los textos se rebelan a su destino superficial, y empiezan a exudar sentido, profundidad, verdad, contra la voluntad del escritor. Y entonces la caligrafía empeora, porque la urgencia del contenido, del sentido, hace acelerar a la mano y distraerla de la “concentración en el dibujo”. Los ejercicios se convierten entonces en una lucha entre dos frentes contrapuestos: por un lado el anhelo de tranquilidad, orden y apaciguamiento vital representados por la mera forma del dibujo, el texto vaciado de contenido, la caligrafía pura; y por otro lado, la irrupción de algo que contar, algo que desbarata la tranquilidad de la mera forma, algo de-forme, el sentido, la literatura, la preocupación por algo real que llena el texto contra la voluntad del escriba. Así se construye la ¿novela? “El discurso vacío”, como el diario de su propio fracaso, el fracaso en la construcción de un verdadero discurso vacío. La imposibilidad no ya de divertirse (o diluirse) de modo absoluto como en los cruceros de lujo, sino de diluirse en la caligrafía, en la forma pura, en el envoltorio. Lo difícil que es ser solo una cáscara. 

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