La víspera de casi todo
Victor del Árbol, Ediciones Destino 2016
El Premio Nadal de este año es toda una garantía por más que el autor tuviera todas las papeletas para ganarlo justo ahora –es autor de Planeta, es catalán y escritor de éxito en ventas y críticas-. Su magnífica Un millón de gotas sigue siendo acogida con alborozo por cada nuevo lector que la descubre y aquí nuevamente Víctor del Árbol nos presenta un libro con un trasfondo de novela policiaca pero que es mucho más que una investigación. El protagonista, Germinal Ibarra, es un policía hastiado –y lector de buenos libros, por cierto- que pide ser destinado a La Coruña tras haber sido considerado un héroe por la resolución de un complejo caso de asesinato. Allí pretende olvidar, ser olvidado y mezclarse con la melancolía de los días gallegos. Pronto su rutina se quebrará cuando una mujer ingresada en el hospital tras haber sufrido un ataque muy violento, solicita su ayuda.
A la vez la novela te va contando la historia de una misteriosa mujer llamada Paola que se refugia también de un sombrío pasado en la casa de Dolores, una mujer torturada que la acoge sin miramientos. Pronto las dos historias se cruzarán, dando lugar a un paisaje de seres atrapados por sus propios errores, marcados a fuego, en permanente conflicto pero con la aparente e indestructible determinación de superar las fatalidades que les pueda deparar el destino. Una novela sobre el paso del tiempo y la capacidad de las personas de anclarse o no, en los errores del pasado, de huir –o no- de sí mismos. Un libro también con muchos guiños literarios, desde Germinal el protagonista, pasando por sus lecturas y otros personajes, y con muchos diálogos fluidos y creíbles que dan verosimilitud al relato. “Hay cosas que no pueden explicarse, y cuando se explican se convierten en literatura”, dice Oliverio, uno de los personajes de la novela. Y sí, aquí se explican, sin duda, haciendo buena literatura.
“A veces se miraba en los ojos arrasados de las otras madres, se buscaba a sí misma en ellas como en un espejo convexo e invocaba con todas las tripas a la pena y al llanto. Le asustaba su indiferencia ante el dolor ajeno y su imposibilidad para escupir el propio. No paraban de repetirle que tenía que sacar el dolor o se le pudriría dentro y la gangrenaría hasta matarla. Pero sus ojos eran un desierto de indiferentes piedras minerales, un espacio lunar barrido por el viento donde ella, “madre desnaturalizada” (así empezaron a llamarla cuando los rumores saltaron a la prensa rosa), vagaba sin voluntad. Compartir su pérdida con los otros no iba a devolverle a Amanda”.
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